Poema para recordar a una madre fallecida

A Alicia, mi madre

Atado a la espalda, una profecía trajo un prolongado lamento.
Mientras declamaba al viento, estampaba la huella de su conjetura.
Por si más tarde se arrepentía, un servidor escuchaba atento.
No hubo suerte, aquel sería el definitivo,
el último verano que nos veríamos.
Yo presentía algo.
A diario, los rumores penetraban mis oídos,
aunque no hiciera caso.
Prefería pensar que era el sentido amable del verano.
Sin embargo, fue el caprichoso destino,
que nunca hace amigos cuando no está de broma.
Para entonces, las noches eran cortas.
Mi casa estaba limpia, y sus luces se apagaban.
Ella, sin duda, tendría otros planes.
Los míos, escasos, tirando a poco importantes.
Simples pasatiempos peregrinos:
madrugar para el empleo,
esperar en los atascos,
entretener al ego con juegos prohibidos.
Así que decidí salir de la ciudad
antes de perder otra batalla.

En las afueras, el siguiente desvío te dejaba muy lejos,
justo enfrente de la playa.
Al llegar, la marea estaba alta,
tanto que resbalé hacia el fondo.
Bajo el mar dejé un quejido,
casi un grito furtivo que se extendió hacia la ribera.
Ninguna sirena fue en mi auxilio,
ni delfín
ni marinero.
Las olas hicieron el resto.
Bajo el recuerdo húmedo busqué otro refugio.
Una ciudad de paso,
un lugar para aguardar los estíos que ya no cuento.
Allí donde el exilio pueda hacer un dulce de membrillo
con el amargo veranillo que se lleva su nombre
cuando todavía la extraño.